martes, 28 de agosto de 2007

UN EPÍLOGO NECESARIO

Lo de necesario es para mí, para acabar con la sensación de haber dejado algo sin terminar y para los que habéis seguido esta historia hasta el final y os merecéis saber como va la adaptación de Alberto.

Primero, los datos objetivos. Después de análisis, reconocimientos y visitas a varios hospitales, Alberto está encarrilado en los temas de salud. Tiene hipermetropía (4,5 dioptrías en cada ojo), motivada, probablemente, por la falta de estimulación en los primeros meses de vida. Todos los bebés nacen hipermétropes, pero los estímulos visuales hacen que vayan superando, en la mayoría de los casos, su defecto. El caso de Alberto no fue así, ya que pasó mucho tiempo en el hospital, sólo, con varias afecciones, nada más nacer. También tiene ojo vago, aunque como es tan pequeño es difícil determinar el grado de pérdida de visión que presenta. Esto nos preocupa menos, ya que con el parche se le irá corrigiendo hasta tener una visión normal. También tiene un estrabismo importante, que tendrá que ser corregido o bien con inyecciones de botox en el músculo que “tira de más” o, si esto no funciona, con una operación a los 5 ó 6 años.

Del resto, nos hemos llevado una pequeña sorpresita: es celiaco. Gracias a que, por indicación de Mafer fuimos al Niño Jesús, a la consulta del Dr. García Pérez –que es especialista en niños de adopción internacional- y allí le hicieron las pruebas de detección, hemos podido saberlo. Es la explicación a por qué es tan pequeñito para su edad (ya os contamos que está fuera de tablas por talla y peso) y a que cuendo le conocimos tenía el típico aspectode celíaco: distensión abdominal, nalgas escurridas, extremidades muy delgadas. Confiamos en que en con la dieta para celiacos, pegue el estirón, como buen ucraniano.

Esto no nos ha preocupado lo más mínimo. Salimos del hospital, cuando nos lo dijeron, con la misma cara con la que habíamos entrado. Sabemos que es un tema de disciplina y cuidado en la alimentación, un incordio para él y para nosotros, pero nada más. Comparado con otras cosas, esto es una chorrada. De momento ha pasado de pesar 8 kg cuando le conocimos a 12, en menos de tres meses.

Alberto ha llevado esto de los análisis y pruebas como todo: como un campeón. A pesar de que le dan miedo los médicos (algunas veces, se pone a llorar cuando alguien vestido de bata blanca le pone la mano encima), ha soportado análisis, extracciones, radiografías, vacunas, etc. muy bien. Es dócil cuando sabe que algo se tiene que hacer y punto, aunque se le nota que le debieron de hacer muchas perrerías cuando era pequeñito y estuvo mucho tiempo ingresado.

Después está lo importante: cómo va evolucionando en carácter. Cada día con él es agotador y es una delicia. Es un niño de dos años con unas enormes ganas de jugar, de querer, de ser querido, de ser feliz. Cada mañana, al despertarle, nos pide besos y abrazos, se ríe, señala los juguetes y se admira de verlos allí, en su habitación, para él. Dice con su lengua de trapo “¡Halaaa…!” y quiere cogerlo todo y ponerse a jugar. Ha pasado de ser un voraz y ansioso engullidor –como si cada comida fuera la última- a, simplemente, comer bien. Duerme 14 horas al día, 12 por la noche y 2 de siesta, lo que nos permite, al menos, descansar cuando está dormido, porque el resto el día es puro trajín de juegos, risas y enfados, ya que Alberto, como buen ucraniano, es más terco que un maño cabreado.

Su vocabulario va aumentando cada día: ya sabe decir si, no (que es lo que más oye al cabo del día), agua, pan, rico, hala, coche, pipi (que ahora es todo tipo de ave, no un coche), nene, árbol, flor, casa, caca, pís, a guardar, a jugar, a bañar, y un imperativo "¡vamos!" con el que ha aprendido que se puede dirigir a toda la familia llevándonos de su manita. Entiende casi todo lo que le decimos en español. Seguimos utilizando algunas frases en ruso, para que él lo tenga más fácil, como “pará spatz” (a dormir), “nakashú” (castigado), “ya tieva liubliú” (te quiero mucho), “láskava” (se delicado-cariñoso), “malchí” (cállate), “niet plievat” (no escupas) etc, pero también se lo decimos en español, para que vaya aprendiendo.

El mejor momento del día, para Maria, es al despertarle por la mañana o de la siesta: está muy cariñoso, dormidito, es muy achuchable y besable. Se levanta con el pelo revuelto y ojitos de sueño y su madre se lo come a besos, hasta que el torbellino se pone en acción. Para mí, el mejor momento es el del baño, por la noche, el masaje y el cuento de antes de dormir (los tres sentados en su cama, con él en medio, sujetando el libro, mientras señala los dibujos para que le digamos como se llaman las cosas). Cuando acabamos el cuento le ponemos la barrera de la cama, le damos a “koshka” (el gato de peluche que le compramos en Kiev), le decimos “pará spatz” y le damos los besos de buenas noches, pero él siempre pide más, nos llama y se señala la mejilla y cada vez que, ya desde la puerta, con la luz del pasillo, volvemos a darle un beso, se ríe y gime de puro gusto.

En general es muy bueno y obediente, aunque como todo niño de dos años es un torbellino que ha entrado como un ciclón en nuestras vidas. Hay que decirle mil veces al día que no haga esto o lo otro, siempre prueba hasta donde puede llegar, hasta donde le dejamos hacer. Es agotador a veces, pero tenemos la absurda conciencia de culpa de que no podemos quejarnos porque hemos conseguido nuestro sueño y ese sueño es precioso, razonablemente sano y muy cariñoso, así que nos sentimos obligados a no manifestar cansancio, a no quejarnos. Sobre todo su madre, se siente en la obligación de ser una “supermamá”, de hacerlo todo a la perfección, de que Alberto no sufra, no se caiga, no se haga daño… pero eso es imposible para un niño que tiene que probarse cada día –al igual que nos prueba a nosotros- y que aunque le digamos que no haga algo va a hacerlo en el momento en el que te descuides. Le he visto, muchas veces, haciendo cosas que le hemos prohibido, mientras el mismo se dice “no, no, no…”. Sabe que no lo debe hacer, pero lo hace… O sea, como los adultos.

Durante todos estos años de espera hemos oído, en innumerables ocasiones, a amigos y familiares quejarse de que sus hijos les agotaban, acababan con sus nervios, unas veces con razón y otras sin ella. Y, en muchas ocasiones nos decíamos “sus problemas son nuestros anhelos”. Así que, ahora, no nos creemos con “derecho” a quejarnos, aunque sabemos que es estúpido.

Una de las cosas que aprendes una vez que has adoptado, es que, efectivamente, tu familia es una familia especial. Me explico. Antes de adoptar, tú mismo te esfuerzas en pensar que un hijo adoptado es exactamente igual que un hijo biológico, que se le quiere igual, que los vínculos son iguales. Ahora que la adopción está “de moda” todo el mundo refuerza ese pensamiento que se repite como un mantra. Bueno, pues no es igual. Creo, porque no tengo hijos biológicos para comparar, pero entiendo que no es lo mismo, por muchas cosas.

Primero porque los padres adoptivos tenemos un déficit de “legitimidad”, es decir, tenemos que ganarnos la paternidad de nuestro hijo. Por eso nos molestan especialmente los comentarios del tipo “¿Y de su verdadera madre que sabéis?”. La respuesta es inmediata: “Su verdadera madre es esta que está a mi lado y que sufrió lo indecible para conseguir a su hijo.” “Ya, ya, no si lo digo por si hay alguna cosa así que le haya podido trasmitir…”, “¿Transmitir? Unos genes estupendos que hacen que sea el más guapo del mundo. Pero, ¿por qué quieres saberlo?” “No, no, por nada” “Ya. Pues entonces, nada”

También te sientes culpable por no haberlo engendrado, por no ser el “autor” de una criatura tan maravillosa. Ya sabemos que seremos los “autores” (junto con sus maestros, familiares, amigos…) de su educación y de su personalidad, de lo que crezca y de lo sano y fuerte que pueda llegar a ser, y que todo esto es mucho más importante que el fruto de una noche loca, de un descuido con los anticonceptivos, o de cumplimiento de las etapas de la vida sin mayores reflexiones, pero nunca seremos la causa de su origen.

Por eso, la preocupación por él, porque se recupere, porque olvide lo malo que le ha pasado, porque no sienta miedo, porque todo sea un futuro brillante y luminoso, es constante. Pero las horas son las mismas para todos y la energía es limitada, así que a veces, como todos los niños, Alberto nos cansa, nos frustra, nos irrita. Y, a veces, inconscientemente, nos sentimos mal al castigarle, al darle un azotillo cuando ha hecho algo realmente grave para él y ya no tienen valor las palabras, al sentirnos cansados. Se pasará con el tiempo y soy consciente de que las cosas tienen que ser así.

Por eso no somos una familia "normal"; tenemos la necesidad y la obligación de conseguir la adpatación mucho más rápido que los demás, tenemos que sentir que lo estamos haciendo bien, que nos lo merecemos, ya que a nuestro hijo "nos lo han dado", tenemos que superar todas los cansancios y frustraciones sin una queja, porque no tenemos derecho a quejarnos. Es estúpido, ¿verdad?. Ya, pero explícale tú al corazón todas estas cosas y algunas más que no detallo para no dar muchas vueltas a la rueda.

Alberto ocupa nuestro pensamiento en cada momento. Cuando, a lo largo del día, me siento cansado de trabajar, me acuerdo de él, de su sonrisa, y se me pasa. Por la noche, he encontrado un medicamento perfecto que cura mi antes permanente insomnio: me pongo a pensar en él, en las cosas que hemos hecho a lo largo del día, en como aprende, en su risa, en sus besos y me duermo como un bendito. Alberto ocupa nuestras conversaciones, nuestras preocupaciones, nuestro tiempo. Es como un gas dentro de una cámara: se expande en nuestra vida y en nuestro corazón, llenando todos los huecos que teníamos.

Es un payasete al que le gusta hacer reír y reírse. Es muy expresivo e imita a la perfección todo tipo de ruidos y onomatopeyas. También me imita a mí. Si me enfado, imita mi gesto adusto y luego se ríe, para ver si, haciéndome reír, se me pasa el enfado. Si me siento a su lado, y cruzo las piernas, él las cruza. Si estornudo, estornuda. Si le digo “Jesús”, él repite “Gesú”. Y así nos pasamos el día, mondados de risa, con un mono de repetición con cara de ángel que me hace reír como sólo sabía hacerlo mi querido, llorado, añorado, amigo Alberto.

Le gusta la música (ha aprendido que nos hace gracia que baile, así que cada vez que puede se mueve con la misma gracia que Boris Yeltsin cargado de vodka), lanzar cosas y que se las traigan, hacer reír, que nos sentemos su madre y yo a cada lado para leerle un cuento, para jugar. No le gustan los médicos, el ruido de la aspiradora o del secador, los sabores ácidos, la gente que quiere abrazarle sin jugar antes con él.

Si le quisiera más, sentiría algún dolor físico; no se donde, probablemente en el pecho, cerca del corazón.

Maria y yo comentamos que se nos olvida que le hemos adoptado, que sentimos que lleva con nosotros desde que nació, como si no hubiera tenido ese antecedente tan desgraciado del abandono y el internamiento. Pero es lo que sentimos, probablemente porque él nos lo hace sentir.

¿Por qué? Supongo que porque cuando tiene miedo de algo (de un ruido fuerte, de un coche que está cerca…) se agarra a mis piernas y quiere que le coja en brazos, donde se siente protegido; porque cuando quiere subir a un columpio o a una escalera me mira y me tiende su manita para que le ayude; porque cuando acabo de bañarle y le doy un masaje con crema nos reímos hasta llorar, él por las cosquillas –es hipersensible al tacto- y yo por verle reír a él; porque me besa cuando me enfado con él para que se me pase el enfado; porque comparte sus juguetes cuando se lo pido; porque es capaz de hacer sonreír a su madre cuando, cansada al final del día, le leemos un cuento (casi siempre el mismo, para darle tranquilidad) hace alguna onomatopeya, dice una palabra nueva con su lengua de trapo; porque le encanta la música y cuando vamos en coche SIEMPRE tenemos que tener música puesta si no queremos que el señorito que va atado en la silla de atrás proteste airadamente; porque le da besos y abrazos a Gos, a nuestro perro; porque sin venir a cuento, me mira, se ríe, y hace alguna tontería para que me ría yo también; porque tiene personalidad a pesar de ser un mico de dos años y se le nota en como influye en los demás; porque se alegra y grita de entusiasmo cuando llego a casa, cada día; porque se le olvidan rápidamente los sustos y los disgustos y es capaz de reír con cualquier cosa, porque tiene un ansia infinita de querer, de ser querido, de ser feliz.

No se. Porque es nuestro hijo, el hijo que tanto añorábamos y que, sin duda, ha superado nuestras mayores expectativas por guapo, listo, cariñoso, bueno. Maria y yo comentamos, muchas veces que seguro que si hubiéramos tenido hijos biológicos no hubiéramos tenido tanta suerte con ellos como hemos tenido con Alberto. Y no es por animarnos o darle un falso valor a la alternativa “de sustitución” que hemos tenido, como les pasa a algunas personas cuando, para consolarse con lo que tienen, desdeñan aquello que no pudieron tener. No, no. Estamos convencidos de ello.

A veces no puedo evitar pensar que Alberto está con nosotros de visita, que algún día se irá; como si fuera uno de nuestros sobrinos que, irremediablemente, volverá con sus padres y nos querrá, lejanamente, como se quiere a unos tíos, sin la necesidad física de su contacto, de su voz, de su presencia. Como si tuviera la sensación de que algún día su habitación volverá a estar vacía, con Maria y yo mirando desde la puerta, como antes de que llegara a llenar toda la casa y nuestra vida. Parece como si no tuviéramos derecho a tanta felicidad

Somos felices, estamos felices. Él es un niño feliz, que por las noches, cuando le acostamos suspira de felicidad. Y nosotros igual.

Gracias, Señor, por la Gracia con la que nos has regalado. Esperamos hacernos merecedores de ella con nuestro trabajo y nuestro amor.

Hasta siempre.


Cacha