martes, 26 de junio de 2007

VUELTA A CASA

Los últimos días en Kiev fueron como los “minutos basura” de los partidos de baloncesto, esos en los que el resultado está ya decidido y los jugadores matan el tiempo correteando por la pista; los entrenadores suelen aprovechar este tiempo para hacer descansar a los titulares y dar oportunidades y minutos a los suplentes. Lo malo es que en nuestro caso, no había suplentes en los que descansar, así que nos dedicamos a hacer las últimas gestiones y a seguir acostumbrándonos unos a otros.

Fuimos con Yulia a sacar los billetes, a solicitar a la embajada de España la traducción de los documentos oficiales que le declaran hijo nuestro, a hacer las últimas compras para el viaje. Cada paseo con Alberto por el centro de Kiev –con él acodado en su carrito, contemplando absorto el mundo exterior- nos hacía recordar los estados de ánimo y las sensaciones que teníamos cuando estuvimos en esos mismos lugares, sin él, sin ni siquiera saber de su existencia, con la incertidumbre de saber si volveríamos a España con nuestro hijo y un proyecto de familia o sin él y con un fracaso difícil de superar. No podíamos evitar acordarnos de las conversaciones –a corazón abierto, con la verdad y la autenticidad del cariño y la comprensión- que habíamos tenido con nuestros queridos amigos burgaleses, con quien tantas cosas compartimos y sufrimos en esos días. ¡Qué diferencia, cómo te cambia la vida en unas horas! Aunque para que ese cambio se produzca, han tenido que pasar tantos años y consumir tanto tesón…

Estuvimos en el parque que hay a la espalda de San Miguel –la Iglesia ortodoxa donde pusimos nuestra primera velita para pedir por Alberto-, un parque que Maria y yo habíamos visitado varias veces durante nuestras anteriores estancias en Kiev. No pude evitar repetir una fotografía que le hice en aquellos días delante de una estatua de una madre con su hijo en brazos, pero esta vez con Alberto en los suyos. ¡Qué cambio, qué diferencia de vida!

En la Embajada de España en Ucrania, recibimos uno de los peores tratos que hemos sufrido en Ucrania y tenía que ser, precisamente, de manos de nuestros compatriotas. Después de presentarnos a las 10:00 para entregar la documentación que debía ser traducida y legalizada por la embajada, nos dicen que tenemos que recogerla a las 12:00. OK, dos horas de espera para cambiar los nombres y los números de expediente de los formatos oficiales que están hartos de traducir. Vale. Dos horas de calor, de jugar con Alberto en un mísero parquecillo a la espalda de la embajada y, sobre todo, dos horas en las que vimos lo mal organizado que tiene la embajada su atención a los ucranianos que tienen que solicitar su visado para visitar nuestro país. Les hacen esperar al sol, jugando con su tiempo, haciendo colas interminables para luego hacerles repetir el proceso por cualquier mínima duda. Pensábamos que sólo era para ucranianos el mal trato. Pues no.

Las traducciones no son un servicio gratuito que preste la embajada a los ciudadanos que pagamos con nuestros impuestos los salarios de los señores que allí trabajan, o al menos, pasan parte de la jornada laboral. No señor. Si Vd. quiere que le traduzcan unos documentos que luego le va a pedir la propia Administración, hay que pagar la traducción. ¡Pero encima es que hay que pagarlo en dólares USA, en un país en el que no funciona esa divisa y, por supuesto, no es nuestra moneda! Ya estaba avisado sobre el tema así que llevaba dinero también en dólares, pero, cuando llego a la caja a pagar, me atiende un señor -sorprendente por su color de piel, de raza negra, en medio de un país lleno de eslavos- que coge mis 154 $ con asco, los mira detenidamente, como si estuviera analizando el contenido molecular del papel moneda, me los devuelve y me dice un seco: “No valen”. “¿Perdón?”. Mirada de suficiencia, “No valen, siguiente”. “¿Cómo que no valen, no son de curso legal?”. Me pide los dólares con un gesto impaciente. “¡No ve, no ve, están manchados, pintados, esto no lo admite el banco!”. Me tira los billetes a través de la ventanilla del cristal blindado. Los recojo y los miro cuidadosamente. “Pero si están perfectos” Run-rún en la cola de veinte personas que tengo detrás de mi, en su mayoría ucranianos, que llevan toda la mañana esperando al sol. Coge los billetes Yulia y empieza a mirarlos muy despacito. Me señala alguna mínima manchita, menor que la cagada de una mosca, en alguno de ellos. “OK, se los cambio por otros”. Saco más billetes. Ni los mira. “Están mal, están igual”. Empiezo a cabrearme. “Pero si los he sacado del banco en España, están nuevos”. “Siguiente”. “Por favor, llame a su superior” “Para qué, se lo resuelvo yo” “Haga el favor de llamar a su superior” Coge el teléfono, habla con alguien. Vuelve a colgar y dice, “Siguiente”. Yulia me coge del brazo. “Venga, vamos al banco a cambiarlos”.

El banco estaba a cinco manzanas de allí, con Maria desriñonada de cargar con Alberto que, a estas alturas de la mañana (casi la una), muerto de calor, no quiere que le coja yo. En el banco cogen los billetes, dicen que están perfectos, pero que no me los cambian por otros, que tengo que cambiar euros por dólares. Yulia les cuenta la situación, la escenita de la Embajada. La cajera me mira con cara de comprensión y me cambia algunos billetes (cinco de diez por uno de cincuenta), para que el cajero vea que hemos cambiado algo. Caminata de vuelta. Mi familia al borde de la lipotimia. Cargo con Alberto aunque llora como un becerro, harto ya de todo.

Vuelta a repetir el proceso. Cuando me toca, le miro con mi mirada especial de “como me toques los cojones te juro que no sales vivo de aquí”. Mira los billetes por encima, me da el recibo y los documentos traducidos. Con sonrisa de hiena me dice: “Enhorabuena por su hijo”. No le contesto y le digo a Yulia: “Comprueba que todo está bien”. Repasa los documentos y afirma con la cabeza. Le vuelvo a mirar y le digo: “Dígame su nombre”. “¿Cómo?””Que me diga como se llama” “XXXXX, ¿para qué quiere saberlo?” “Dígame su nombre y sus apellidos, sabe que tengo derecho a saber quién me ha atendido”. Le muda el color de la piel (bueno, eso creo, aunque en un negro es difícil de apreciar) “XXXXX YYYY (nombre claramente guineano). ¡Glubs!” “Pues mire, XXXXX YYYY, voy a escribir en cuanto llegue a España al Ministerio de Asuntos Exteriores, quejándome de su actitud. Es impresentable que Vd., por capricho, me haya hecho andar cinco manzanas, con mi hijo acuestas, para cambiar unos billetes que sabe que son de curso legal. Es impresentable que no tenga en cuenta que los españoles le pagamos el sueldo y que, por tanto, lo menos que podemos exigir es que se nos trate correctamente y le aseguro que voy a ir personalmente a por Vd., para que no se olvide de mi. Buenos días.” Todo esto, con mi voz subiendo de tono hasta llegar, probablemente, a ser audible en el despacho del embajador.

Según salgo, aparece corriendo el superior, en este caso superiora, del alegre cajero caprichoso con los billetes. Mientras me dice, muy nerviosa, que me tranquilice, me empieza a dar unas explicaciones surrealistas de este pelaje: “Mire, el embajador, personalmente, va al banco a cambiar los billetes cada semana y ¡pásmese, no se los admiten! Así que o son perfectos o le tenemos que descontar de su sueldo a este señor (el alegre cajero, que andaba detrás de su jefa blandiendo, muy ofendido, su pasaporte español), por lo que claro, los billetes que nos entregan, tienen que ser perfectos y blablabla…”.

“Mire señora, después de oírla sólo puedo pensar que, o el embajador es más inútil aún de lo que me ha parecido al ver lo mal que funciona esto, o Vd. se cree que yo soy imbécil. En cualquier caso, no tengo más tiempo que perder con Uds., así que buenos días. Y por cierto, señor YYYY, ya me imagino que es español, lo de que le pagamos el sueldo es porque es Vd. un empleado público, no porque piense que es Vd. extranjero”.

El día siguiente, viernes, más minutos basura. Mucho calor, algunas compras para gastar los billetes del monopoly que aún nos quedaban y ¡preparación de maletas!. Alberto, por la tarde, se dedicó a chulearnos de varias maneras y formas, a cerrar y abrir todas las puertas, todos los cajones, todos los armarios, etc. Agotador. Así que a las 9:00, Alberto a la cama y nosotros a preparar las maletas una vez más, ¡la última! En esta ocasión, con ropa para tres, con sus juguetes, con sus pañales, en la bolsa que, amorosamente (y en azul, con su intuición acostumbrada) había preparado Maria en Madrid.

Nos despertamos de madrugada, a las 4:00 hora de Ucrania, después de una noche de poco dormir, con Alberto agitado –como si presintiera que algo iba a pasar- y nosotros preocupados por como se desarrollaría el viaje. Al fin y al cabo, un avión no es un coche, donde si el niño se pone becerro puedes parar en una cuneta a que se desbrave o a que se tranquilice, así que no parábamos de pensar en otras experiencias que nos habían contado en las que los niños lo pasaban muy mal, por dolores de oídos provocados por la presurización de la cabina, por los movimientos de las turbulencias, del despegue, del aterrizaje…

Después de que Igor nos llevase al aeropuerto, nos encontramos en la cola de facturación con unos amigos de Valencia que venían a por una niña (su segunda adopción), que volvían a España, felices y contentos, tras el juicio. En la cola, otras dos familias, una con una niña y otra con dos gemelas. Control de pasaportes, nos miran detenidamente, nos piden los documentos del niño, la sentencia, la partida de nacimiento, el certificado de adopción, el pasaporte. Se los doy, mira los papeles, me dice que esperemos y se va con ellos. Mira que les gusta hacerse los interesentes a estos de las aduanas, siempre. Vuelve al minuto. No hay problemas.

En el avión, nos sientan al lado del motor. Qué detalle han tenido estos de Ukranian Airlines, seguro que lo han hecho para que el dulce arrullo de los motores del viejo Mc-Donnell Douglas en el que volamos acunen a mi niño y le ayuden a dormir durante el vuelo.

Durante el despegue, le distraemos y hacemos que es un juego la aceleración del avión; él que es un santo, se ríe y manotea mientras el aparato coge velocidad en pista y se despega del suelo. Por fin camino de casa. Abandonamos Ucrania. Gracias, por darme a mi hijo. Gracias.

Por fin el avión finaliza al ascenso y nos podemos quitar los cinturones. Alberto se dedica a jugar con nosotros y, al poco rato, nos llega un olor sospechoso; yo, más acostumbrado a coger aviones por trabajo que con mi familia, de quien primero sospecho es de los dos tipos que van en la fila de delante. Al persistir el olor y hacernos sospechar que su origen no es un elemento temporal, sino permanente, miramos a Alberto, que, sintiéndose objeto de miradas inquisidoras, nos mira con su carita de angelito y se señale el pañal, diciendo “¡ca-cá!”. Maria Eugenia asume su papel de madre y se presta a levantarse para cambiarle, pero yo le digo: “No te preocupes, voy yo” y me siento un padre moderno, colaborador y todo eso, así que ella me mira con mirada de “¿estás seguro?”, yo pongo cara de James Bond jugando al póker en el Casino Róyale y le digo: “No te preocupes, seguro que en el lavabo hay un cambiador”.

Así que, armado de pañal y toallitas, avanzo por el pasillo del avión con Alberto y su carga radiactiva en brazos, mirando complacido –una ceja más alta que otra, media sonrisa de suficiencia, barbilla ligeramente levantada- al resto del pasaje, y asintiendo imaginariamente a las cuestiones que se plantean al ver a la pareja que formamos Alberto y yo. Si, efectivamente, este niño tan guapo es mi hijo; si, se ha cagado y por eso vamos hacia el lavabo con el pañal de repuesto en la mano; si, soy un padre dispuesto y actual, y voy a cambiarle yo.

Al entrar en el lavabo del avión, Alberto se pone a llorar como un descosido. Supongo que piensa que le está pasando eso con lo que le amenazaban sus cuidadoras cuando se portaba mal: “Va a venir un señor y te va a llevar a un sitio pequeño, oscuro y maloliente donde te comerá vivo”. El avión, que está reciclado para Ukranian Airlines después de su uso por una aerolínea portuguesa o brasileña (los letreritos del lavabo, los asientos, etc. estén en inglés y portugués), no tiene entre sus comodidades un lavabo con cambiador, así que, en medio de los llantos desconsolados de Alberto, le tumbo sobre la tapa del retrete mientras intento calmarle diciéndole tonterías con voz suave. En esto se enciende el letrerito del cinturón, el piloto anuncia turbulencias y el avión empieza a moverse un poco más de la cuenta. Alberto alberga dentro de su pañal un elemento de guerra biológica difícil de caracterizar por su color, olor y textura y empiezo a sentirme mareado. La azafata golpea la puerta y me dice en ruso algo a lo que no contesto, pues no la entiendo. Al rato vuelve a golpear otra vez y me dice en inglés que tenemos que volver a nuestro asiento y pregunta si todo va bien. La respondo que todo controlado mientras con una mano levanto las piernas de Alberto, con la otra retiro el pañal, con los dientes sujeto la toallita húmeda, tengo sus pantalones en el hombro y con una pierna sujeto el pañal limpio que se ha deslizado de la exigua repisa del lavabo.

Una vez limpio y con la carga depositada en el “waste disposal”, me dispongo a proceder a la fase dos de la operación y le pongo el pañal limpio. Alberto, gracias a Dios, deja de llorar, lo que interpreto como que voy haciendo bien las cosas, lo que aumenta mi confianza y, de repente, me mira muy fijamente, se tira un pedete que tumbaría a una vaca en un prado y se caga, sin piedad, en el pañal limpio y parte del extranjero. Le intento levantar corriendo para que no manche la tapa del wc y compruebo, con disgusto, que al estar el pañal medio puesto, se ha manchado la espalda de mierda, la tapa, el pañal, la camiseta….

Situación de crisis. No te preocupes, Cacha, que tú sabes manejar situaciones de crisis. Dios, que hago ahora. Al entrar tenía un niño limpio y dos pañales y ahora tengo un niño lleno de mierda y ningún pañal. La azafata vuelve a golpear la puerta, ahora con mayor insistencia; yo respondo con una nota más alta en la voz, lo que hace que Alberto se ponga a llorar otra vez. Decido quitarle la camiseta y el pañal, le lavo como puedo en el lavabo, le pongo los pantalones y, con Alberto sin camiseta y sin pañal, vuelvo a mi asiento con las orejas gachas y el rabo entre las piernas, mientras la azafata me dice algo en ruso que no entiendo pero me señala a nuestros asientos.

Al llegar, me mira Maria, mira a Alberto, me vuelve a mirar y dice: “¿Y la camiseta?”. “Se la ha manchado de mierda. El señorito ha tenido a bien cagarse por segunda vez” “Ahh. ¿Y lleva el pañal limpio o le tienes que cambiar otra vez?” “No lleva pañal” “¿Qué?” “Mira, déjalo, ha sido un poco difícil, cuando paren las turbulencias, voy otra vez a ponerle un pañal” “Ni de broma, voy yo”. No se me ocurre llevarle la contraria, así que me encomiendo a mi custodio para que Alberto no tenga más material de guerra química en la recámara y haga la gracia de cagarse en los pantalones.

El resto del vuelo, sin problemas, con Alberto dormido y nosotros, pensando lo que viene por delante, lo que hay que preparar al llegar, gestiones, médicos, compras, etc. Al aterrizar, me emociono por primera vez en ese día y, mientras Alberto palmotea y se ríe sentado encima de Maria (lleva un cinturón de seguridad para niños, de esos que se enganchan el de la madre), yo contengo las lágrimas mirando a un punto fijo. Estamos en España, en nuestro país, con nuestro hijo. Ahora, de verdad, comienza una nueva vida. Lo de antes ha sido una aventura y un logro. Ahora empieza la vida real, los problemas cotidianos, la vida en familia. Nuestra nueva vida.

Nos dejan en el satélite de la T4 y tenemos que tomar el trenecito (que es como un metro) al edificio terminal. Alberto lo mira todo con sus enormes ojos, despierto, asombrado. Hoy hemos montado en coche, en avión y en metro. Al llegar a la terminal, recogida de maletas, mientras Alberto corretea perseguido por su madre, ante la mirad admirada de todos los pasajeros. O al menos eso pienso yo, que les miro orgulloso. Vaya esposa y vaya hijo que tengo. Toma ya. De portada del Hola.

Camino a la puerta de salida, se abren las puertas unos metros más allá de nosotros, para que salgan los viajeros que caminan delante y vemos, en primer plano, a Maria Eugenia (la prima de Maria que se ha ofrecido a venir a por nosotros en su monovolumen de madre de familia numerosa y a salir disparada en cuanto nos deje en casa) y Rafa, uno de mis amigos. Detrás, banderas de España y una multitud de gente gritando. Dios mío, pero si les dijimos que no queríamos que fuera nadie al aeropuerto a recogernos, que no sabíamos como iba a llegar Alberto y preferíamos que no hubiera follón.

Afortunadamente, el recibimiento multitudinario no es para nosotros, sino para la pareja de andaluces que se trae a las gemelas. Menos mal, sólo nos faltaba, para nuestro maltrecho, hambriento, desasosegado cuerpo, una ronda de abrazos, achuchones y parabienes. Y sobre todo a Alberto que mira con cara de mirar a Maria Eugenia y a Rafa, que intentan sacarle una sonrisa a base de cucamonas y carantoñas. Entre los dos suman cinco hijos (por separado) y se las saben todas, pero Alberto no está para juergas así que decidimos salir zumbando para casa. Cojo yo el coche y la dos sientan detrás con él, es la primea vez que monta en una sillita para niños, que no le gusta nada y se pone a llorar por la sensación de ir atado, a pesar de que todos le enseñamos que llevamos el cinturón puesto, también.

Dios mío, estamos en España, Europa, el primer mundo. La gente usa el cinturón de seguridad, las autopistas no tienen pasos a nivel, las carreteras no están llenas de trampas, los conductores siguen unas ciertas normas que hacen que no tengas que ir jugándote la vida en cada cruce. Todo me parece bonito, cuidado, limpio. Comparo con la sensación que tengo, alguna veces, cuando vengo de Inglaterra, de Francia, etc. Pues no estamos tan mal como creía, pienso.

La llegada a casa es otro momento emocionante, ¿cómo la verá Alberto? ¿Entenderá que es su casa, para siempre (siempre que paguemos la hipoteca, claro)? Al salir del ascensor, vemos que nuestro queridos vecinos, Teresa y Álvaro, bueno, más bien sus hijos, Gonzalo y Rodrigo, han decorado el rellano que compartimos, con globos y un cartel de bienvenida. Dentro de casa, en la cocina, nos han dejado un bizcocho casero para que desayunemos. Qué detallazo. La prima también nos ha comprado unas palmeritas para desayunar, lo que nos permite matar el gusanillo mientras deshacemos el equipaje.

Llevamos a Alberto a su habitación. No se si ha entendido que es la suya o no, pero lo primero que hace es tirarse de cabeza a la cama y empezar a bajar, en un estado cercano a la histeria, juguetes de su estantería, la mayoría heredados de sus primos, a los que, de momento, no conoce. Maria Eugenia (prima), que es discreta y sabia, se va en seguida, no sin antes explicarnos como funcionan el cochecito y la trona que le encargamos desde Ucrania. Al final, se lleva unos besos y achuchones de Alberto así que se monta en el ascensor con ojos acuosos mientras murmura: “Ay mi niño, ay mi niño”. Alberto la despide con un “paká-paká” y la manita y Maria Eugenia levita en el ascensor, mientras la acompaño al garaje. Cuando nos quedamos solos, me dice: “Bueno, acabarás la historia, ¿no?” “Si, en cuanto tenga tiempo escribo el final, esta noche o mañana”. Iluso de mi, pienso que voy a tener tiempo para escribir. Ja.

Nos quedamos solos los tres. ¿Y ahora, que se hace? Es la una de la tarde en España pero nosotros llevamos diez horas levantados. ¿Comemos, desayunamos, merendamos? Da igual, tenemos la nevera vacía, sólo tenemos potitos, galletas y zumos para Alberto así que tenemos lo imprescindible. Somos felices, somos inmensamente felices, tenemos a nuestro hijo en casa –oímos sus pasitos correteando por el pasillo mientras grita “mamá, dadá” cada vez que nos enseña un juguete de los que ha cogido de la estantería- dentro de poco tendremos a nuestro perro, Gos, nuestra vida, nuestra familia, nuestros amigos, tendremos comida en la nevera, nuestras cosas ….

Dios, que ganas teníamos de volver, como echábamos de menos nuestra vida. Pero, ¿volveremos a nuestra vida? Seguro que no. Ahora tenemos a un principito que reclama continuamente nuestra atención y nuestro tiempo. Eso es lo que queríamos. Gracias Dios mío, por habernos dado lo que queríamos, pero no cuando te lo pedimos, sino cuando ha hecho posible que tengamos a Alberto con nosotros. Es decir, cuando tenía que ser. Gracias.


Abrazos,


Cacha













8 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias Cacha, esta vez estoy llorando pero por el descojonamiento de risa por la escena del avión. Ese es mi chico.

Como bien dices lo pasado es una aventura ahora empieza la "verdadera" vida.

Colla

Anónimo dijo...

Enhorabuena Alberto, Maru y Cacha. Os merecéis toda esta felicidad, váis a ser unos padres fenomenales. Gracias por compartir con todos nosotros vuestra maravillosa experiencia.

Un abrazo.

esther bcn dijo...

Felicidades FAMILIA

Felicidaes a los 3, gracias por compartir vuestra historia con nosotros.

Supongo que ya lo sabeis , pero a los que nos queda poco para vivir la avertura nos habeis ayudado muchisimo, vuestros bueno y los no tan buenos momentos , nos hacen poner lo pies en el suelo.

Nosotros en 5 dias , estamo alli, a sufrir un poco , con la incertidumbre de como nos va a ir .... ( ya sabeis, como todos los que van a buscar su preciado regalo de la vida UN HIJO )

uN BESO

QUE SEAIS MUY FELICES Y AHORA NORMALIDAD Y A DISFRUTARRRRRRR

Anónimo dijo...

No puedo dejar de reírme. Yo que pensaba que nuestra vuelta en avión fué épica y me encuentro con ésto: una guerra biológica en toda regla. ¡Ay, que hartón de reír, madre!
Ahora que veo que habéis vuelto al mundo os llamo para charlar un rato. Estaba deseándolo pero, por primera vez en mi vida, me ha podido la prudencia.
De nuevo: qué bonitas las fotos, el recibimiento y tó. Y sobre todo: qué bonito el niño correteando por su casa!!
Hablamos. Bienvenidos al mundo de los papás que solo tienen tiempo para sus hijos.
Mafer

Anónimo dijo...

¡¡¡ Por fin en casa hermana, cuñaooo y sobrino !!!

Este finde, tiita Isabel y yo, esperamos poder veros y tocaros a los tres.

Solo un comentario publico del cual me responsabilizo personalmente y en exclusiva:

Como "creata" que soy, no puedo por menos que mantener mi antigua y original idea de crear, al igual que "los 8 dias de oro", "la semana blanca", etc.

El dia del "funcionario/negro/incompetente/vago", en todos los centros de EL CORTE INGLES, y en exclusiva, con descuentos del 60% en todos los articulos.

Como es de esperar, estos parasitos, acudiran en masa, haciendo uso de sus conocidas tretas, (baja laboral, escaqueo de 5 horas para deshayunar, etc.).

Una vez esten en el interior de dichos centros aprovechandose de su condicion, para obtener ventajas en exclusiva, se cierran las puertas, se chuta gas por el sistema de aire, y en menos de 15 minutos, tenemos saneado el sistema casi en su totalidad.

¿FACIL VERDAD?

Es evidente que el escaso porcentaje de estos señores que no pudieron acudir a saborear las ventajas de este dia, se pondran las pilas de por vida.

GENIALLLL...

Besos.

P.D.: De cualquier modo, si mi idea puede parecer un tanto nazi, estoy dispuesto a negar cualquier parentesco y/o relacion con la familia usuaria de este Blog.

Anónimo dijo...

A través de la inmensa verdad de agua de mis lágrimas miro vuestras fotos (falta alguna tuya, pisha) y sé por qué creemos que hay un Dios. El dolor no necesita una explicación. La felicidad, sí.

Gracias por todo, rubia, moreno.

Anónimo dijo...

Jo, ya pensaba que no escribirias mas, pero como no ivas a escribir tienes un monton de fan que no paraban de pedir mas.
Yo soy una de ellas, todos los dias miraba y cuando se me estropea el ordenaodr vas tu y escribes.
Pero bueno hoy miercoles lo he podido leer.
Solo decirte una vez mas gracias por compartir estos momentos.

Nos vemos Eli.

Anónimo dijo...

En una de esas carambolas de la memoria, al leer vuestra aventura de vuelta hemos hilado recuerdos y, efectivamente, viajamos con vosotros, volviamos de nuestra primera cita. Éramos los penultimos en la cola de facturación, os vimos intentando jugar con Alberto. Estabamos sentados en el avion justo enfrente a los aseos, y podemos dar fé de vuestra visita para cambiar a Alberto, de la decisión de Cacha. Por si os refresca la memoria, Ana era la señora que llevaba la pierna encima de mí y yo el que de vez en cuando le daba friegas de Vodka --se dió un golpe en la rodilla y tenía toda la pierna morada.

Estamos releyendo vuestro blog y recordando las partes que hemos vivido (estamos a la espera del juicio), vivencias que nos haceis revivir intensamente.

Muchísimas gracias por compartir vuestra aventura ucraniana. Gracias por vuestras certeras descripciones, porque en ellas llegáis a lo profundo del alma, nos tocáis las emociones.

Nuestra sincera enhorabuena.
Un fuerte abrazo.